El cuadro 


Emmanuel Montes Álvarez 


—Recuerda que Dios todo lo puede —escucha Alejandro desde la ventana mientras bota la colilla del Rothmans verde. Desnudo, recuesta los codos al marco, se restriega los ojos y piensa que el agua, por mucha agua que sea, llega un punto en el que ensucia más de lo que limpia. Durante toda la noche no ha parado de llover y pese a pensar que la lluvia pudo haber limpiado un poco las ventanas, la verdad es que ha sucedido lo contrario. Entre el polvo, el churre y la boronilla que dejan las polillas y hormigas, el agua lo que ha hecho es esparcir más la suciedad.

Rachel lo mira de espaldas, sentada al borde de la cama, desnuda también, las nalgas pálidas, los muslos velludos, la columna bien visible, y le pregunta qué le pasa. Alejandro no le responde, no le hace caso en ese momento.  

No hace ni medio minuto, Rachel buscaba con afán su blúmer entre las sábanas arrugadas. Solo encontró su topecito negro y se lo puso. Por eso, sin ponerse de pie aún, en un impasse en el que revisa el WhatsApp, el Facebook y el Instagram, nota que Alejandro está más flaco de lo normal. O no lo nota como tal, sino que, por primera vez, se detiene a pensar en ese detalle. No es menos cierto que se le ve el pecho hundido, el rostro chupado, las costillas afiladas, casi que no hay carne en su cuerpo, pero, puestos a sincerarse, ella está en las mismas condiciones. Se le notan las costillas igual y, sin llegar a la paranoia —como en ocasiones Alejandro le ha dicho—, se ha percatado de que los glúteos y los senos se le han hecho más chiquitos. 

— ¡Qué hambre tengo, coño! —dice Alejandro y por fin se despega de la ventana—. Dice una ahí que Dios todo lo puede, di tú… cada día la gente está más loca. 

—Por fin me respondes, chico, pensé que te perdía…

—¿De qué tú hablas, Rachel? 

—Que te quedaste ahí en la ventana, ido del mundo, pensé que botarías el cigarro y volverías a la cama, pero no. 

Alejandro sonríe. Le acaricia la cabeza y le dice que estaba prestándole atención a la anciana. Rachel lo mira a contraluz y le recuerda a Cristo. Si tuviese melena y barba, sería igualito. El hambre nos hace a todos iguales, piensa ella, y le pregunta: 

—¿Tú no viste para donde tiré el blúmer? 

Alejandro revisa debajo de las almohadas, remueve las sábanas de un tirón, se descubren los muelles del colchón y ahí está el blúmer, pegado al cabezal de la cama. Alejandro ni se inmuta en vestirse. Está solo con su pareja de hace seis años, la confianza surfea a sus anchas entre ellos. 

—Ay, chico… te veo más flaco —se lamenta ella. 

—Prometo que para la próxima, cuando me vuelvas a ver, estaré más flaco todavía —y la ironía, o el chiste, hace que ella se ría en un principio y luego vuelva a su tono inicial. 

—No me hace gracia, chico. Me preocupas, Alejandro. 

—Tú sabes cómo está la cosa, mami —le dice, se encoge de hombros y la agarra por la cintura, casi que la retiene pegada a su miembro—. Yo no me preocupo por eso, la verdad, tú también estás flaquita-flaquita, y espero que mejores. Tú verás… Berlín es otra cosa y ahí sí vas a comer como loca.

—Ay, me da una pena tener que dejarte. 

Alejandro evade el comentario con una pregunta: 

—¿Y quién vendrá para aquí? 

—Un pariente de la mujer de mi mamá, tú sabes… 

—Di tú… 

—¿Y tú? ¿Qué harás? 

—Ya veré —y se encoge de hombros otra vez—. Me alquilaré por ahí, yo resuelvo. Olvídate de eso. 

—Tú sabes que no me puedo olvidar, Ale, tú lo sabes. 

Alejandro agarra su teléfono y lleva a Rachel hasta el espejo. Un espejo inmenso donde los dos pueden verse reflejados de pies a cabeza. Quita el flash y hace una foto donde quedan borrosos. La elimina y repite la acción. Los dos, más preparados y más pegados y más felices por fuera —con sus miradas denotando lo contrario—, posan para dos, tres fotos, ella semidesnuda, él desnudo entero. En una se abrazan, en otra se besan, en otra se miran. Él le pide que se quite el topecito, ella accede. Lograr hacerse una desnudos completamente. Ambos saben que no se retratarán más, al menos en unos años. 

Decidieron pasar la última noche juntos, sin comida ni luz —porque cada vez que llueve, tumban la corriente—. Rachel partirá a Berlín gracias a una beca de creación. Es pintora, le aceptaron su propuesta y la felicidad llegó entremezclada con dos bofetadas de realidad, porque sí… irá a Berlín a trabajar, a desenvolverse, pero no regresará. Buscará la manera de quedarse ahí, o en España, o en otro lugar, pero no virará. Y Alejandro, bueno… se las ingeniará para seguir con su vida hasta que puedan reunirse. Era sabido, desde el momento que le dieron la beca. 

—Las condiciones no están como para virar, Ale —le dijo ella, dos meses atrás, cuando le comunicó su decisión. Había que trabajar y sobre todo prosperar, y sabía que quedándose ahí, en ese cuartico con goteras, comejenes, con las paredes abofadas y las cabillas del techo afuera, sin comida y muchas veces sin dinero, era un suicidio. Parecía que la prosperidad, antes de tocarles la puerta, giraba ciento ochenta grados en la esquina y se alejaba más de ellos. 

Así no se podía seguir. 

Alejandro la entendió, o al menos fingió entenderla, y para apoyarla la ayudó a vender la mayor cantidad de cosas posibles para que se llevara un poco más de dinero. Porque sí, la beca cubriría los gastos de traslado y hospedaje y manutención, pero si pretendía no regresar, cuando terminara el plazo de la beca debía ingeniárselas sola y para ello, si podía contar con algo de dinero, sería bueno. Alejandro vendió un radiecito, un televisor, una laptop antiquísima con la que trabajaban, más de la mitad de sus ropas, una hornillita eléctrica con la que calentaban la leche —cuando conseguían— en las noches antes de dormirse y hasta por vender, vendió los materiales con los que trabajaba Rachel. Solo dejó un lienzo en blanco, que ya estaba montado, porque en ese lienzo, mucho antes de ganarse la beca, Rachel le había prometido que lo pintaría. Promesa que se vio aplazada entre el ir y venir de los días, entre la cotidianidad y el devenir de las vicisitudes, de los requisitos y papeleos para la beca. Y el cuadro que nunca pintaron se quedó ahí, como resultado de una promesa incumplida. 

Rachel mira el reloj de su teléfono, revisa una notificación y lee un mensaje. Está a punto de amanecer, son las cinco y cuarenta y cinco de la madrugada, y el mensaje le avisa que ya pasará el taxi a recogerla. La maleta está lista, en un rincón de la habitación, y la cartera, cargada con las pocas cosas, está sobre la mesita que antaño ocupaba la laptop. 

—Ya casi vienen a recogerme, dentro de quince minutos —le dice y comienza a vestirse. 

—Pero, ¿no te vas a bañar? —y por primera vez, Alejandro considera que debe ponerse el bóxer. 

—Mejor no, Ale. Quiero quedarme con tu olor lo más que pueda. Hasta llegar a Berlín, no sé… 

—No seas boba, mami —y la abraza y la besa. Le acaricia la carretera de vellos que va del ombligo hasta el interior de su blúmer. 

Sabe que abocarse a una relación a distancia es algo complicado. Y más por no saber cuánto tiempo estarán así. Alejandro se pone un short y vuelve a la ventana de donde no debió despegarse nunca. De haber podido evitar la despedida, pese a que se tratara de su mismísima pareja, lo hubiese hecho porque, en el fondo, no le gustan las despedidas. 

La ve alistarse, apurada, porque tiene que hacer muchas cosas y no le queda tiempo. Intenta auxiliarla con la maleta. Le pone a mano el bolsito con los documentos necesarios. 

— ¿Ya lo tienes todo? 

—Sí, todo —le dice ella y termina de maquillarse—. Por fin, ¿tú no vas a acompañarme? 

—No, mami —y baja la vista al suelo—. Tú sabes que eso no me gusta. 

—Aunque sea al aeropuerto, chico. 

—Que no, que no. 

—Bueno, hasta la puerta, ¿tampoco?

Al asentir con la cabeza, Alejandro, sin darse cuenta posa su mano sobre una fila de hormigas que caminaba por el marco de la ventana. Siente el claxon del taxi y mira hacia afuera. 

—Ahí está —dice y ambos caminan hacia la puerta. Alejandro la abre, la ayuda con la maleta y la ve montarse. Se despide con una sonrisa fingida y mientras el taxi se pierde por una esquina, cuando la mañana comienza a despuntar, Alejandro mira las hormigas muertas que se le quedaron aplastadas en una mano.







Ilustración: Valo