10:48


Sairt Barrón


Lo reconozco de inmediato. “Buenas noches”, saludo al verlo. Más alto que yo, pero igual de delgado; caucásico y con poco cabello. “Buenas noches, ¿cómo estás?”, responde desde su portón. Camisa blanca, pantalón negro, sin chamarra: parece recién salido del trabajo. Fuma. “Bien, ¿y usted?, ¿no tiene frío?” Cierro la puerta. “Tienes razón, es hora de entrar”. Apaga el cigarro en la suela. Zapatos negros, calcetines de un inusual color menta, manos huesudas y cubiertas de vello. “Hasta mañana”, se despide. “Hasta mañana.”

Me estuve preguntando por él. Siempre se sentaba en la zotehuela a mirar hacia mi ventana. Me veía caminar de un lado a otro, llevar y traer la comida, sentarme al escritorio a hacer tarea. Se iba cuando volteaba a verlo, así que con el tiempo dejé de mirar en su dirección, solo sabía que estaba ahí por la sensación de ser observado.

“Oye.” Doy media vuelta. “¿Cómo te llamas?” Se me escapa una sonrisa. “Samuel, ¿y usted?” Arquea las cejas. “Vamos, no soy tan viejo, no me hables de usted.” Da unos pasos hacia mí. “¿Cuántos años tienes? 17, casi 18.” Sus ojos se abren, grises, enmarcados por pestañas largas y caídas. “Nos llevamos 16.” “Con razón me hablas de usted.” Dientes alineados y blancos, visibles en esa amplia sonrisa que marca arrugas en las comisuras de sus labios. “Pues, si quiere, le hablo de tú.” Suelta una carcajada corta. “No hace falta que te esfuerces, si no puedes, está bien.”

Se ponía de pie a las siete, como si acabara la función. Yo cerraba las cortinas para acomodarme en el sofá y ver directamente al punto de donde recién se había levantado. Los primeros días solo me sentaba a recrearlo mentalmente, después comencé a tocar mi cuerpo con una suavidad que se convirtió en el ritual antes de merendar. Una tarde, empecé a dejar las cortinas abiertas.

“Está bien.” Repito sus palabras, me ruborizo. “¿Y tus padres?” Se acomoda el cuello de la camisa, donde probablemente hubo una corbata hasta hace unos minutos, sosteniendo la formalidad de la que carece en estos momentos. Junto al anillo de matrimonio, un lunar; debajo de la mandíbula, cubierto por una barba que empieza a crecer, otro más apetecible. “Bien, están dormidos.” El vello de su pecho sale tímidamente de la camisa. “¿Y su esposa?” Entrecierra los ojos y sonríe, posiblemente mi voz tuvo un dejo de celos. “¿Natalia? Dormida. Ella también se acuesta temprano, trabaja de noche.” Comienza a hurgar en sus bolsillos, saca un encendedor. “Antes mirábamos películas, pero ahora ya ni eso.”

El último mes no subió ni una sola ocasión. Ahora yo volteaba con todo descaro a través de la ventana. A veces veía a su esposa tender sus uniformes, regar las plantas o, si miraba hacia abajo, hacer ejercicio frente a una pantalla siempre encendida. Una vez se percató de mí. Al día siguiente, la bicicleta estática se encontraba de espaldas a la ventana. Me pregunto si ese cuerpo cabe en las manos que ahora buscan otro cigarro; la había observado mucho últimamente y dudaba de la respuesta.

“¿Tú, ya cenaste?” Toca su nariz, fina y recta, con el nudillo del índice; pensé que se quemaría. “Tampoco, mis hermanos regresan bastante noche y siempre ceno con ellos. Justo iba por una hamburguesa, ¿quiere ir?” Gira la cabeza en dirección a su casa. “Quizá sí deberías intentar hablarme de tú.” Regresao su mirada a la mía. “¿Entonces? ¿No viene?” Aprieto los labios. “Perdón, ¿vienes?” “Eres muy amable, pero hoy no, estoy muy cansado para caminar.” Sonríede nuevo, probablemente lo más atractivo en él. “¿No quieres café? Tengo en la casa, te invito uno, aunque no creo que haya algo para acompañarlo.” La invitación me entusiasma.

Me estuve preguntando por él. Me imaginé cómo sería de cerca e incluso qué aroma desprendería su ropa. Anteayer su esposa no subió a regar las plantas, tampoco hizo ejercicio, pero los ruidos no cambiaron, y las cortinas se cerraron a la misma hora. Solamente ya no subía. Quizá mirarnos, por bien que esté, ya no es suficiente; por eso, cuando el sonido de su puerta llegó a mis oídos, me levanté de la cama para encontrarnos.

“Las 10:48”, digo mirando el celular. “Su esposa, bueno, tu esposa, tiene una alarma que escucho desde mi cuarto, despierta en 12 minutos, ¿no?” “No me gustaría tomarlo con prisas, mejor después.” Entrecierra los ojos. “Bien”, después. Inhala el humo del cigarro. “A lo mejor, podríamos ir a otro lugar.” Muerdo mi labio inferior. “¿Te gusta el cine francés?” Relajo la mandíbula. “No lo sé, podría ver la cartelera. Por cierto, aún no me dices tu nombre.” “Es verdad.” Exhala directo sobre mi rostro. “Pero tienes razón, ya casi despierta y voy a regar las plantas en su lugar: ha estado un poco enferma.” Se acerca más y pone el cigarro en mis dedos. “No puedo llegar oliendo así.” Camina hacia su portón. Entra a su casa.

Me estuve preguntando por él. Por sus aficiones y lo que hace en su tiempo libre. ¿Debí acercarme un poco más? No, aún hay tiempo. Miro el cigarro entre mis dedos y fumo lo que queda. Al expulsar el humo la idea se agita en mi pecho. Reviso en mi celular, busco algún título que me interese. Tiro la colilla en la banqueta. ¿No me dijo que regaría las plantas? Reviso la hora de nuevo y subo para abrir las cortinas.






Ilustración: Coctecón

Sairt Barrón. Ciudad de México, 1994. Pasante de la Licenciatura en Enfermería en la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia, de la UNAM. Asiste al taller de creación literaria del FARO Indios Verdes.