Madre


Ana Quijanes


No habían pasado ni cinco minutos de que lo encontramos y lo hicimos subir al auto, cuando Juanpa se dobló en el asiento del copiloto, hurgó en la guantera, sacó el revólver y lo puso bajo su mentón. El clic frío del percutor listo para detonar sonó con fuerza a pesar del motor del Jeep, pero no hubo exclamaciones ni dramatismos, nada de tensiones en cámara lenta, ni temblores más allá del provocado por las llantas contra el camino de terracería al hotel.

Santi siguió conduciendo como si nada, a lo más fastidiado por el sol de las dos de la tarde que entraba por el parabrisas y nos daba directo en la cara. Eddie, por su parte, le dijo a Juanpa:

—Wey, baja eso, no mames.

Yo recuerdo haber pensado «por primera vez veré a alguien morir». Vi el sudor brillar en el cuello de Juanpa, cubrir su tatuaje de serpiente emplumada a centímetros del cañón plateado del revólver, mientras su respiración hacía subir y bajar sus hombros. Contuve el aliento y esperé el estruendo junto al salpicar de la sangre en el toldo, en el tablero del Jeep, en nuestros rostros, en la camisa de manta del propio Juanpa; pero nunca pasó. En vez de jalar el gatillo, Juanpa habló sin quitarse el revólver del mentón.

—Es que ya no puedo continuar, wey —dijo—, no puedo, no después de esto.

Supuse que con esto se refería a lo que vivió la noche anterior después de perderse, cuando volvíamos a pie rumbo al hotel, al finalizar la expedición por nuestras raciones. Que se perdiera fue una estupidez. Ya hartos de caminar en la tierra seca, requemados por el sol que acababa de ocultarse y acosados por los zancudos, le dijimos a Juanpa: wey, ya deja de tomar, llevas casi toda una botella. Le repetimos: no te separes del grupo, pendejo, te vas a perder y el guía no habla español para decirle que te busquemos. Le advertimos: no te comas tu ración así nomás, necesita preparativos especiales, tú lo sabes mejor que nadie, pinche Juanpa, ya casi llegamos, aguanta tantito. Y le valió verga: se terminó una botella y comenzó otra, se separó del grupo y del camino y, seguramente, se comió su ración antes de tiempo, sin preparativos ni madres, como si fueran dulces, perdido entre los matorrales. Arruinó el ritual y la noche. Con señas le pedimos al guía que nos ayudara a volver sobre nuestros pasos o rastreara las huellas de Juanpa o hiciera algo útil, pero él levantó los hombros y negó con la cabeza. Estuvimos toda la madrugada buscándolo sin ayuda del guía, y a bordo del Jeep. Preguntamos en el ministerio público, en el hospital y en otros hoteles por un wey alto con cabello largo y claro, de rastas, ojiazul, con look hippie, sandalias, camisa de manta, tatuajes de grecas en los brazos, una serpiente en el cuello, una luna en la pierna y un calendario circular en la otra, de veintitantos y probablemente muy drogado; lo encontramos doce horas después, a la orilla de uno de los caminos de tierra, pálido y ojeroso, embadurnado de barro y caminando como fantasma.

—Juanpa, wey, si paso por un bache se te puede resbalar el dedo, no seas pendejo, suelta la pistola —le dijo Santi.

—Sí, wey, además vinimos aquí por ti —le recriminó Eddie—. Vas a arruinar el viaje que tú mismo organizaste. Andaríamos en Tulum o en Cancún, wey, pero te pusiste de terco para venir a este pueblo mugroso. Ahora no cagues todo matándote.

Juanpa negó con un vaivén de sus rastas y casi se puso a llorar sin soltar la pistola. Ya no quedaba rastro de sus ánimos del día anterior, radiante y excitado por visitar al fin un lugar que le parecía místico. Ahora estaba devastado, neurótico, desorientado, aunque no al nivel de un suicida; era una devastación más bien mundana. Si no fuera porque la pistola seguía hundida en su barba desarreglada, parecería nomás muy triste, como un crudo cualquiera en una mañana de domingo.

—Lo que viví no fue cualquier mamada —dijo Juanpa—. Si lo hubieran vivido también querrían morirse.

Le pregunté qué era eso que había vivido para intentar distraerlo y evitar que se disparara. Pareció funcionar. Comenzó a hablar de su noche vagando entre los cerros, ebrio y raspado por las espinas de la vegetación árida, y su índice en el gatillo se relajó poco a poco. Pensé que eso era lo que necesitaba en verdad: desahogarse, ser escuchado, aunque en ningún momento soltara la pistola.

Según Juanpa, dio vueltas en círculos por horas hasta que la noche se cerró tanto que dejó de distinguir su nariz. Así, enceguecido en medio del monte, comenzó a oír el crujir de los insectos entre las plantas, el reptar de las raíces bajo tierra, la circulación del viento sobre su cabeza. Creyó que se moriría. Intentó quedarse dormido hecho ovillo cerca de algo que le pareció un lago, pero al amanecer comprobó se trataba de un charco de agua puerca. Si no durmió fue porque antes de lograrlo, en medio de sus rezos por consuelo y tranquilidad —rezos no dirigidos a dioses espurios, como él los llamaba, sino a los dioses que traía tatuados y dibujaba en sus cuadernos y de los que tenía imágenes pegadas en las paredes de su cuarto—, alguien le contestó. Una voz.

—Wey, es normal que alucines con esa madre —le dijo Santi sin voltear a verlo, fijado en el camino—. En especial si te la comiste de putazo. Es un milagro que no te hayas muerto por sobredosis.

—No me la comí —dijo Juanpa, y con la mano que no sostenía la pistola sacó su ración de sus shorts, todavía envuelta en el trozo de hoja que el guía nos dio para conservarla. Eddie la tomó y revisó con cuidado, para verificar que, en efecto, ni siquiera estaba mordida.

—Habrá sido por el estrés, entonces —dijo Santi—, la esposa de mi papá también oye voces si no toma sus pastillas para dormir. Eso y que estabas bien pedo.

—Por lo que haya sido, wey —dijo Juanpa y se aferró a la culata—. Lo que oí fue real. Algo me habló.

Fue una voz de mujer, dijo. O esa era la mejor forma de describirla, porque sonaba más a un animal carroñero, o al rechinar de las llantas contra el pavimento antes de un choque. Una voz de mujer boca arriba, de mujer desbocada, llena de filos, como un suspiro jadeante o una larga carcajada sin aire. Llamó a Juanpa por su nombre y el susto lo hizo retorcerse en la tierra húmeda, pero ella parecía disfrutar su asombro y su miedo. Mientras más alterado se ponía él, más le hablaba la otra detrás de su oreja, y el susurro sonaba como insectos devorándose unos a otros y las raíces atravesando los cadáveres de un cementerio sin nombre y el viento arrastrando cenizas con olor a carne chamuscada.

—No hablaba español —dijo Juanpa y ahora sí hubo un temblor en su mano más allá del normal provocado por el Jeep—. Tampoco ningún idioma conocido, antiguo o moderno.

—¿Y entonces cómo le entendiste, wey? —preguntó Eddie.

—No sé, wey, lo hice y ya. Eran ruidos, no palabras, pero en esos ruidos había cosas, ¿ajá? Imágenes, ideas. Como en esos sueños donde todo está junto y sin orden pero aún así los entiendes.

—Tus mamadas —escupió Santi, más preocupado en virar para tomar la carretera, el último tramo al hotel, que en el índice de Juanpa volviéndose a tensar sobre el gatillo.

—Yo te creo, wey —le dije a Juanpa y le palmeé el hombro—. ¿Qué más te dijo la voz?

No me contestó sin antes doblar una pierna sobre el asiento y apretarla con su mano desarmada. Los dientes le castañearon, aunque bien pudo ser el barril vibrante del revólver bajo su mentón.

Más que decirle algo, me dijo, la voz le mostró sus planes. Lo hizo partícipe de su visión del mundo, una visión que llevaba varios siglos cocinándose en su olvidada potencialidad. Así observó, en primera fila, unas manos de dedos atávicos y puntiagudos deseosas de abrir cada una de las quijadas sobre la faz de la tierra, quijadas idénticas a las de cualquier mamífero pero con el inmerecido don de hablar, hasta dislocarlas como una fruta abierta para enseñar el paladar y el fondo de la garganta y dejar la sabrosa lengua a disposición de un mordisco. O del mismo modo, antes de que Juanpa gritara más fuerte hecho nudo tirado al lado del charco, el espectáculo de un degollamiento sistemático y cuidadoso, cada cuello separado del tronco con el cariño y amor que sólo una deidad puede prodigar por las sobras que ha parido, hasta formar pilas de cabezas una sobre otra, muros de cabezas, castillos y fortalezas de cabezas, catedrales de cabezas, murallas de cabezas para salvaguardar las fosas de cuerpos decapitados. Miles de millones de cabezas, porque la voz no tenía preferencia ni discriminaba al proyectar sus construcciones, no se fijaba en colores de cabello ni color de ojos, ni en diferencias de piel o de nariz. Era pareja, ecléctica y voraz. Nada de piedad por quienes estuvieron antes, nada por los nuevos, ¡si la piedad era un invento de los nuevos! Quería cercenar cuanta garganta humana existiera y luego beber de ahí, sangre dizque pura o mezclada: toda era igual de roja, y ella tenía tanta sed.

—¡Pero por qué a mí! —gritó Juanpa y pateó la guantera que no había cerrado al sacar el revólver, rompiendo la puertita—. ¿Por qué me lo dijo a mí? ¿Ahora qué verga hago sabiendo esto? ¿Eh? ¿Qué hago con lo que vi? Con lo que me obligó a ver.

—¿Pues no que querías ver dioses, wey? —dijo Santi y tronó la boca.

Eddie por primera vez parecía igual de preocupado que yo:

—Wey, cálmate, ya pasó, ya estás bien. Suelta esa chingadera, no hagas una tontería.

—¡No pendejo, no estoy bien! No está bien conocer la verdad sobre nuestra madre. No está bien. Nunca está bien.

Esas palabras usó Juanpa, nuestra madre, y creo fui el único al que le provocaron más angustia que sus alaridos.

—¡Por qué! —siguió berreando—. Por qué por qué por qué.

Y pasó lo que no había pasado al inicio. Juanpa jaló el gatillo. El percutor chasqueó y el barril giró, pero no hubo disparo. Luego otra falsa alarma y otra. Santi estacionó frente la entrada del hotel, apagó el motor y de un manotazo le quitó el revólver a Juanpa.

—Estás pendejo si crees que dejo el arma cargada, wey —dijo Santi con desdén y sacó del espacio entre su puerta y el asiento la cajita de mentas donde guardaba las balas; la agitó para hacerla tintinear y la arrojó hacia atrás, junto con el revólver, entre mis piernas—. Ahora ya déjate de mamadas, pinche imbécil, ya estuvo bueno con tus alucines y tus leyendas de mierda y tus ganas de llamar la atención. A todos nos vale verga lo que creas o no. Voy a pagar la habitación y en la noche nos vamos a Tulum, como debimos hacer desde el principio. ¿Okay?

Santi salió del Jeep y dio un portazo. Eddie y yo ayudamos a Juanpa a bajar, pero fue inútil, se nos escurrió de las manos y se quedó llorando casi acostado en el empedrado del hotel, como si fuera a vomitar, cabizbajo, con una mano en la llanta del auto y la otra rasgando el suelo. Un grupo de turistas chinos pasó por ahí y lo observaron con curiosidad, han de haber creído que lo acababa de cortar su novia o sus papás le habían cancelado las tarjetas. El guía de la expedición de la noche anterior también nos observaba, recargado en una columna junto a la entrada del hotel mientras se cocía al sol.

—Ya lo encontraron, qué bueno —dijo y nos sonrió.

—Hijo de la chingada, sí hablaba español —me susurró Eddie.

No pudimos hacer que Juanpa se levantara. Eddie dijo que tenía hambre, se rindió y entró al hotel. Yo me quedé un rato ahí, oyendo los sollozos de mi amigo y sus balbuceos incoherentes. Tal vez por las sombras que su cabello largo proyectaba, o tal vez porque me insolé y también estaba muy alterado, creí ver que sus lágrimas y los hilos de baba que escupía al llorar eran oscuros, como si se hubiera lastimado y estuviera escupiendo sangre, pero sangre ya coagulada de tan turbia. Como sea eso ya no importa, no hay forma de revertir el pasado.

Tomé el revólver y la cajita de balas del asiento trasero. El sol de la tarde era tan fuerte que en menos de un minuto había calentado el metal. Juanpa no se movió de su sitio, lanzando alaridos sin fuerza, ensuciando su camisa de manta con esa sustancia viscosa parecida a la tinta, que le manaba de ojos, nariz y boca, más negra que sus tatuajes. Parece un huérfano, pensé y puse una bala en el barril. El arma quedó cargada y lista, pero yo no pude hacer lo que debía. Mejor di media vuelta y me guardé la pistola, para después entrar al hotel y alcanzar a Santi y a Eddie, antes de que comenzaran a comer sin mí.




Ilustración: Coctecón