Un sueño sucio


Barbarella D ́Acevedo


—Si no te digo, ni me vas a creer con quién soñé.

—Pero me lo vas a decir, ¿cierto? Tú, siempre me lo dices todo.

—Con Woody Allen. Por primera vez...

—¡Un sueño erótico!

—Mimi, eres tan predecible, a veces.

—Pero no te vas a poner, brava por eso ¿no?

—Depende... No sé aún lo que soñaste con el viejo. Porque en tu pesadilla, estaba ya decrépito seguro, ese, tu amor...

—No lo digas así, tata, coño. Ni viejo, ni amor. No te pongas celosa tampoco. Es solo mi director fetiche.

—Bueno, dale, ¿cuál fue el sueño, entonces?

—Yo era yo, pero no la de hoy ¿sabes? Debía tener unos 16 y mi madre me obligaba todavía a peinarme con ese par de trenzas feuchas que me hacían ver mucho más joven. ¿De qué te ríes, ahora?

—De tus trenzas, junto a ese par de tetas enormes que has tenido siempre... Casi una aberración.

—Exacto... y él, Woody, estaba como en Annie Hall. Y me dijo vamos a jugar. Nos tumbamos juntos en el piso... Bueno, me tumbé yo. Él se quedó de pie junto a mí y me parecía enorme.

—Lo que nunca será... Aunque la perspectiva, tal vez pudo ayudar. O el escorzo, no sé...

—Él estaba descalzo. Siempre sueño a todo el mundo descalzo, ¿te lo he dicho? Entonces empezó a restregarme. Ahí, ya sabes dónde, tata, con su pie.

—¿Cómo, así? ¿Así, te gusta, mimi? ¿No?

—Ay, sí. Era casi así mismo.

—Pero aguántate un poco, que todavía te me vas a caer, mira que en el sofá apenas si cabemos las dos.

—Ya, ya, no importa. Y yo tenía puesta mi saya de uniforme escolar. Pero me revolvía en el piso de tanto gozo.

—Qué viejito pedófilo.

—Y a través de la tela, podía sentirlo. Me puse toda húmeda.

—Como ahora.

—Y quería abrirme... Me moría de ganas de ver cómo él me arrancaba una a una cada pieza de ropa.

—Un sueño como para Freud. O de Buñuel... Como si fueses un objeto extraño para la perdición.

—No lo intelectualices tanto, vieja.

—Está bien. Es tu culpa con lo del cineasta… ¿Y qué más?

—Nada. Eso... Su pie, mis tetas, la saya de la escuela... ¿Te parece poco?

—No, mimi, no. Tú empezaste, así que ahora a cumplir con tu parte hasta el final.

—Bueno, sí, como tú quieras, tata.

—¿No te acuerdas, entonces? Se veía que su pie era muy viejo, con un montón de pelos canosos. Aunque su cara, era más o menos la de siempre…Te dio asco, y un poco de miedo. No sé, repulsión y a la vez se te encendió mucho más, como un fuego por dentro.

—Es verdad, tata ¿Cómo pude olvidarlo? Sí. Tienes, como de costumbre, la razón.

—Y él llevaba un saco al hombro, aunque lleno de langostas.

—Sigue, diabla, que quiero saber más...

—Sus langostas se liberaron y comenzaron a caminarte por el cuerpo. Y tus pezones, los pezones de esas tetas enormes, locos de la emoción, con un poco de ayuda de tus manos, y otra, de las langostas, hicieron que saltaran los botones de tu blusa. Ábrete la blusa, coño. El tema es que tu madre todavía no te dejaba usar ni ajustadores. Y la vista fue espléndida. Pero el viejo, nuestro amiguito Woody, no se inmutó. Bueno sí, se inmutó. Te hundió más su pie anciano en la concha. Así, ¿cierto? Con fuerza, como si quisiera casi provocarte algún dolor.

—Sí, es verdad. Pero recuerda que yo llevaba puesta la saya del uniforme.

—Y se te hizo en la saya una mancha terrible, enorme. Te dio miedo pensar que alguien pudiese verla, más tarde… El olor a marisco era tremendo. Pero él no te dijo una palabra.

—Ni una sola me dijo. No...

—Bueno... Te levantó la saya con su pie.

—Y me dio pena que me viese la ropa interior.

—¿Cuál? ¿Esta, linda de encajes?

—No, boba. Una de niña, con flores, corazones, muñecos o ese tipo de cosas.

—Pero al viejo le dio morbo encontrártela. Y tú con la cara toda roja, no te atrevías ni a pedirle nada.

—Yo quería que siguiera. Pero ya te expliqué que no era viejo…

—Y siguió. Con el dedo gordo del pie se te coló en las bragas. Primero suave, despacio, como si quisiera descubrir de a poco tu interior.

—Ay, sí, tata.

—Y luego, con un poco más de fuerza, en movimientos continuos. Y cerraste los ojos.

—Cerré los ojos. Como ahora.

—Y te despertaste.

—¿Me desperté?

—Sí, abriste los ojos. Ahora. Ábrelos.

—Cuidado, loca que te vas a caer. Siéntate otra vez. ¡Ay!

—Sí. Te despertaste y Woody no existía.

—Es verdad, nunca existió.

—Todo el tiempo, el del sueño.

—Ya entendí. Ay, tata, la del sueño...

—Como quieras. “Él”, “La…” Era yo.

Ilustración: Ariel Quijas

Acerca de la autora

Barbarella D´Acevedo (La Habana, Cuba) Escritora. Profesora y redactora jefa de la Revista Cúpulas en el ISA, Cuba. Teatróloga y graduada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Obtuvo los Premios La Gaveta (2020), y Bustos Domecq (2020), la Beca de creación Caballo de Coral (2018), entre otros. Publicó Alta definición, una antología de cuentos cubanos inspirados en los medios de comunicación audiovisual con Editorial Primigenios (2020) disponible en Amazon. Textos suyos han sido publicados en Cuba, México, Colombia, Guatemala, Bolivia, Argentina, Estados Unidos, Canadá, y España.