Libreros de madera rústica


Arturo Molina


Un viento suave, pero certero, se cuela a 14 km/h a través de la sala. El encendedor, entonces vertical, ni siquiera se tambalea antes de comenzar su descenso a 9.8 m/s2, aproximadamente. En el primer librero de derecha a izquierda, donde Javier dejó el pequeño chisquero de plástico, hay una cámara instantánea polvorienta, pegada, a su vez, a la orilla derecha y con un giro de 37° hacia la izquierda; hace de muro que sostiene una hilera de CD´s interactivos sobre aritmética, con la que, de niño, le nació el amor por su carrera. El otro muro de los discos es una pequeña bocina, también cubierta por una capa de polvo, misma que conectaba a un antiguo tocadiscos de acetatos del que no recuerda su paradero. Frente a la hilera de cajas plásticas con la leyenda “Aritmética y álgebra para principiantes”, hay tres instantáneas con marco blanco –.7 cm a los costados, 1.2 cm en el lado superior y 2.4 cm de ancho en el inferior–; una de ellas está negra por completo y tiene tres huellas digitales sobre el tapiz de corpúsculos, no se trata de una foto velada, sino volteada para tapar la postal de Javier y Josefina en la punta del Tepozteco; en la parte inferior –si estuviera de frente– podría leerse, cargado hacia la izquierda “Y1 = 2 ”, encima de “Y2 = 2.5 ”; del lado derecho las iniciales J y J, así como las medidas “h = 600m / 2300msnm”.

El viento empujó el encendedor formando una función exponencial invertida: cae de frente al librero de la izquierda, donde están sus ejemplares más preciados, Cero: biografía de una idea peligrosa (Charles Seife, 2006), The man who loved only numbers: The story of Paul Erdos and the search for mathematical truth (Paul Hoffman, 2001), El enigma de Fermat (Simon Singh, 1997), El hombre anumérico (John Allen Paul, 1988), Teoría de riesgo (Evaristo Diz Cruz, 2009), El don (Mai Jia, 2014) y una vieja enciclopedia otrora de su abuelo a la que aún no se decide si la odia o le guarda el más preciado cariño –cuando murió le contaron cómo abandonó a su abuela por una alumna de la Universidad–; uno de los entrepaños está dedicado a sus películas favoritas, el chisquero de plástico está cayendo justo entre los títulos de Una mente brillante (Ron Howard 2001) y Pi, el orden del caos (Darren Aronofsky, 1998).

En la parte más alta del librero hay dos fotografías enmarcadas con fibropanel de densidad media (MDF), acabado mate texturizado, color chocolate, cubierto con vidrio monolítico transparente de 2mm de profundidad. Ambas son rectangulares y no difieren mucho en las dimensiones. La primera, 67.7 cm de largo por 28.5 de ancho, está acostada sobre la superficie –a la misma altura que las instantáneas del otro librero–; si estuviera colocada equidistante con la parte alta del mueble, quedaría casi exacta a la misma, pero sobresale cinco centímetros del mueble para ceder espacio al otro marco; la imagen es de los protagonistas de La facultad, obra de teatro que duró pocas semanas pero consiguió un éxito demoledor entre la comunidad universitaria, están frente a frente sobre el escritorio a escasos milímetros de besarse; la foto cuenta con una simetría casi perfecta. La segunda, 61.3 cm x 35.7 cm, igual de impoluta que la primera –Javier pasó ayer un trapo por ellas– está recargada entre el librero y la pared formando un ángulo de 19°; la protagonista en un soliloquio donde se libera de toda la culpa, la composición deja que desear, pero el claroscuro le da una vista poderosa a la mujer; es la favorita de Javier.

Las fotografías las tomó Jaqueline semanas antes, el día que se besaron por primera vez, y dos semanas antes de que le obsequiara los marcos con las postales en un formato más grande; esa noche le pidió que dejara a Josefina. El encendedor golpea con el parqué anti inflamable. El gas comprimido se había expandido en el plástico debido al calor del verano, el mínimo choque provocaría esta chispa que sale disparada debajo del librero izquierdo; una explosión casi sorda desde lejos, pero magnificente y sonora, si se le observa de cerca. La combustión contagia a los corpúsculos de polvo que no se han barrido en años, casi los diez que Javier lleva como docente. En cadena las partículas se van encendiendo hacia la parte trasera del librero y se alojan en un marco de óleo; la pintura lleva algunas semanas allí, después de ser desplazada por la fotografía de la protagonista de La facultad. El acrílico arde, se van desvaneciendo las siluetas de Javier y Josefina, con un paisaje paradisiaco detrás que se torna luciferino; el fuego se expande por la tela y amenaza la enciclopedia del abuelo, llega a la parte superior izquierda del cuadro, donde Josefina dibujó la gráfica de una asíntota, así era su amor, así se lo prometió a Javier: extendido hasta el infinito; ahora aquella línea toca su límite, se derrite, se desborda en función decreciente hasta desvanecerse en la eternidad del abismo.

Ilustración: Juan Carlos Ceja