La cabecera

Patricio J. Gómez Garcés


A Juan

─¿Y queda lejos, padre, la cabecera? ─preguntó Bartolomé Bruna con lengua pastosa y aferrado a las riendas de su burro. Se concentró, luego, en alejar una mosca que, desde que pasaron La Conchita, le venía dando vueltas: se pegaba a su pecho, urdía planes sobre su frente, fruncida por la luz y el sudor.

─No, lejos no. Pero es un camino largo.

Llevaban al menos cinco días viajando, así de largo era. El sol, ya acostumbrado a su piel, parecía no quemarles. Tras salir de La Conchita, donde habían logrado parapetarse de la única lluvia que los había asaltado en el viaje, el sendero devino páramo, terracería yerma, larga llanura de tierra agrietada. Las patas de sus burros, otrora indiferentes a guijarros y lodo, tambaleaban a cada paso y sus resuellos salían cascados, como voz de viejo fumador.

El padre Portela había prometido sacar a Bartolomé Bruna de Santa Epigmenia, su pueblo, la noche previa al amanecer que lo vería linchado y empalado en la plaza principal. Él se lo había pedido casi en secreto de confesión: “Padre, me quieren matar por lo que pasó con Elenita. Ya hasta se organizaron para el martes, cuando despunte. Tiene que calmar a Domitilo, que anda como un diablo. O ayúdeme a salir. Le juro que no vuelvo”. Eso fue el domingo por la mañana, luego de la misa. El resto del día, y hasta el siguiente, lo pasó Portela embebido en un debate interno. Podía dejar a Bartolomé ahí, a merced de la turba y luego rezar el padre nuestro, buscar para la luz perpetua y zanjar el asunto al tiempo que zanjaba su cuerpo, o ayudarlo a salir y acompañarlo hasta la Cabecera, donde supuestamente lo esperaría su hermano para llevarlo a la capital.

Salieron en la madrugada, con el pueblo en silencio, la noche agrillando y los caballos de las caballerizas relinchando sueños; tomaron dos burritos de la Iglesia ─uno de los cuales era insigne habitante de Santa Epigmenia por haber interpretado al burrito que montó Jesús durante su entrada a Jerusalén, y que ahora montaba Bartolomé─, y salieron rumbo a la cabecera.

Casi cinco días después, el padre Portela ya no se debatía; estaba convencido de que ayudarlo a huir era el verdadero acto cristiano, no ser cómplice de la barbarie que le esperaba. Aunque se la mereciera.

Ahora andaban por ese territorio insomne sin alambrado ni límite, todo enredadera y piedra filosa, tierra endurecida y frágil; cabalgaban uno al lado del otro, los labios resecos y los ojos empequeñecidos por el polvo y la vigilia.

─¿Usted entiende, no, padre?

─¿Qué?

─Lo que hice, pues, lo de Elenita ─había en su voz un dejo cínico. No le enorgullecía haber violado y golpeado a una niña de catorce años hasta deformarla, claro, mas parecía pensar que el acto no era para tanto ruido, como si no mereciera que le cortaran la cabeza para luego lanzarla a un basural. Bartolomé sacó de su montura un cigarro y unos cerillos.

El padre Portela negó con la cabeza.

─Ahí tiene a Domitilo pregonando como sereno, ay, su hija tan linda y tan pura tocada por el Diablo. Esa es la palabra que usan, padre, por ésta, como si yo fuera no sé qué. Y los demás, los pinches Epigmenios, lo siguen, y lloran, y se golpean el pecho, me dedican todas sus imaginaciones de la muerte. Pero Elenita no es ninguna santa, padre. Es re jija.

El padre escupió al suelo.

─Ella se me ofreció a mí, padre, palabra. Que quería comprobar las leyendas, a ver con qué ojo la miraba…

─No quiero escuchar, Bartolomé.

─ Usted es el único que me puede perdonar. Tiene que oír.

Niebla era su revólver plateado, y no existía pueblo que no la conociera. Decían que cuando Bartolomé Bruna te apuntaba con ella, el cañón se le volvía un ojo más: tres miradas para la muerte de uno. Al final, dicen, uno ya no sabía quién disparaba primero, si el revólver o sus tensos ojos grises. Y Niebla había mirado tantas muertes.

─Estaba con mis amigos en la cantina, padre, sin molestar a nadie ─Portela esbozó una sonrisa burlona─, cuando se me acercó la Elena. Está bonita la chamaca, no le voy a decir que no. Pero es una chamaca, así que quise alejarla. Y ella no, que duro y dale con que quería ver mi otro ojo, que a ver cuánto tardaba en disparar; y me acariciaba las piernas así ─mientras Bartolomé replicaba los ademanes suaves en su muslo, el padre, con la mandíbula desencajada, volvió a escupir─. Y yo que no, Elena, que éste no es lugar para niñas, pues. Y, bueno, para no hacerle el cuento largo, que me reta la jija. Que se empieza a burlar de mí, que igual y las leyendas ni son ciertas, que soy puro cuento. Lengua larga, la chamaca. Y para que luego no digan que Bartolomé Bruna no es hombre, la llevé a mi cuarto.

La mano del padre se crispó en el cuero de las riendas, algo en su estómago se revolvió. Ya había escuchado la historia en voz de Domitilo, pero no podía creer cómo la contaba Bartolomé, como si sus actos hubieran sido justos.

─Viera usted qué pronto dejó de hablar. Hasta empezó a gustarle, que no diga. Pero luego luego, para no dejar, la jija empezó a reírse. No, pues ahí sí me encabrité, padre. Uno jamás debe permitir que se burlen, y mucho menos una vieja. Le pegué. Dejó de reírse, pero, llorando, volvió a decir sus cosas, y pues...

Portela sintió que el color se le iba del cuerpo, detuvo a su burro e inclinó la cabeza hacia el suelo. Entre arcada y arcada alcanzó a pedirle a Bartolomé que parara, ya no quería escuchar más.

─Está bueno. Igual hice mal, padre, pero lo que digo es que la Elenita no es ninguna santa. Aquí nadie lo es… bueno, usted sí, pero es su trabajo. Para el resto: sin pecado concebido, pero lo que hagamos hasta la muerte es cosa nuestra ─encendió otro cigarro─. ¿Ya se siente mejor, padre?

No hablaron el resto del camino. Bartolomé silbaba una canción, espantaba su mosca, fumaba, y el padre Portela oraba en silencio. Por la noche, cuando se detuvieron a descansar, el sacerdote lloró sin ruido, moviendo la boca en letanía. Sólo lo acompañaron los perros del monte con sus letanías propias. Al día siguiente, cuando comenzaron el último tramo del camino, los perros habían callado y el silencio estaba otra vez para romperse.

Los burros se detuvieron frente a lo que parecía un risco, sus jinetes desmontaron.

─Hasta aquí llego yo, Bartolomé. Ahí está la cabecera.

Bruna frunció los ojos mirando el monte que se extendía a menos de un kilómetro del risco bajo sus pies.

─Ah, caray, ¿dónde? ─el padre no hizo amago de mostrarle, y justo cuando iba a preguntar de nuevo, vio la cúpula anaranjada, la bandera nacional, escuchó risas de niños y campanas─. Ah, ya. Ya la vi.

El padre Portela, muy serio, asintió.

─ ¿Aquí nos despedimos, entonces?

El padre volvió a asentir.

Bartolomé asió la culata de Niebla con la siniestra mientras le extendía su diestra al padre.

─¿Bajo el risco y de ahí al monte? ─Portela asintió─. ¿No está lejos, padre?

─No, pero es largo.

Bartolomé asintió con una sonrisa, y de un salto montó al burro del domingo de ramos. Le dio una breve patada en los costados y avanzaron hacia el risco. Antes de que el animal diera el paso que iniciaría el descenso, Bruna se volvió hacia el padre Portela.

─¿No me va a dar la bendición, padre?

El burro se inclinó por el risco. Un segundo antes de que la pezuña del animal pisara las piedras, Bartolomé Bruna alcanzó a ver que el risco no era muy profundo: al fondo se veía un montón de piedras, una al lado de otra; guijarros lisos, casi blancos y piedras más oscuras, cubiertas por tierra y hierba entrelazada. Alcanzó un solo pensamiento antes de que la pata del burro se torciera y tanto animal como jinete cayeran de bruces hasta el fondo: Elenita.

─Que Dios te perdone, Bartolomé Bruna ─musitó el padre con los ojos cerrados, de pie al borde del risco. Todo era silencio, a excepción de los gemidos del hombre, los lamentos del animal, golpes secos de cuerpo contra tierra, un grito, un rebuzno, un estruendo de agua lodosa salpicando las orillas, llevando consigo a un burro cristiano y a un hombre del Diablo, burbujas, silencio─. Padre Nuestro, que estás en el cielo…

Sin abrir los ojos, el Padre Portela dibujó una cruz en el viento y montó a su burro para desandar el camino hasta Santa Epigmenia.

Tras sumergirse, y cuando alcanzó la superficie en un doloroso respiro, Bartolomé Bruna tuvo tres descubrimientos: el fondo del risco no era sino una ciénaga jabonosa y densamente negra que poco a poco lo iba hundiendo al verdadero fondo; tenía la espalda y las piernas rotas; y lo que antes le habían parecido piedras, no lo eran. Eran cabezas. Estaba rodeado de ellas, con sus molleras secadas al sol de todos los días, viajeros que, como él, habían encontrado la muerte.

Antes de que el agua se le metiera por la boca y la nariz, y mientras exhalaba lo último de aire que el fango le regalaba antes de convertir su cabeza en una piedra más del montón, Bartolomé vio a Niebla, su ojo erguido al cielo. ¿Quién dispararía primero?

Una mosca se detuvo en el vientre abultado de Elenita. Ella se le quedó mirando: caminaba, urdiendo futuros, encima de su ombligo fatigado de luz y sudor. Sin saber muy bien porqué, Elena Santos sonrió. Y fue esa sonrisa, desdentada y sin lengua, lo más bonito que había visto Santa Epigmenia en mucho tiempo.

Ilustración: Ariel Quijas